Juana escasea en partos y, sabiendo esto, se sube a la luz metálica y brillante de otros paritorios que la emocionan o asquean. En la mayoría de los casos a Juana le resulta infructuoso el tratamiento y el rechazo se produce incluso antes de haberlo concluido. Nadie duele más a Juana Pérez que el acento estéril,  pero aquellos que son, por su estructura, afines y modulados, estimulan a Juana como una adicción fertilizante. Busca en ellos un ápice de su propio útero, una forma enlazada a la suya que la nutra de óvulos gemelos, una inseminación, a menudo artificial, que le clava uñas a la endometriosis de Juana y la acerca a la ilusión de acunar nuevos mensajes.
Siempre va de envolturas Juana, como las pastillas de jabón o los sobres con veneno. A veces, consigue que el celofán se rompa y siembra abrazos, besos, regala algo de la ternura que ha ido recogiendo a puñaditos. A veces deja de forzar la pose y pone en remojo el corazón, o las neuronas, ya no sabe, y sube a lo más alto queriendo, queriendo mucho Juana, a borbotones, y discute con la vida injusta, con el daño constante, Juana discute con el egoísmo y la indiferencia, peleas todas que se pierden luego por lo inverosímil, por lo desiguales. Juana Pérez ha guardado el celofán mientras reñía y ahora, arrugado y abatido, lo vuelve a colocar sobre su rostro.